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¿Sabías qué?: El 17 de septiembre es el Día Nacional de la Cueca y Día del Huaso y de la Chilenidad

En el confín sur del mundo, allí donde los Andes escoltan las estaciones y el viento esculpe la memoria de un pueblo, nace un canto que no se aprende en libros ni se escribe en partituras. Es la cueca: hija mestiza de la tierra, nacida entre guitarras trasnochadas, pañuelos al viento y corazones encendidos. No hay manual que la contenga, porque se lleva en la sangre, se canta con el alma y se baila con los pies firmes sobre la tierra.

La cueca no es solo un baile: es el alma popular de Chile, parida en las chinganas, criada en los patios de tierra y viva aún en las fondas que cada septiembre encienden el recuerdo. Se hereda, como se hereda el amor por la patria o el secreto de un buen mote con huesillo: entre generaciones que se miran a los ojos y se reconocen chilenas.

Y junto a ella, como sombra enamorada, cabalga el huaso chileno: centinela de la tierra, guardián de la identidad, eco vivo del alma criolla. Con su manta, su sombrero y ese temple forjado en la rudeza del campo, el huaso no es sólo figura: es símbolo. Es historia. Es romance. Porque en su andar hay poesía silenciosa, y en su gesto hay patria.  

Cada 17 de septiembre, el calendario se rinde ante ambos: el canto y el jinete. Es una celebración que no es sólo folclórica, sino fundacional. Porque en la cueca y en el huaso, Chile se reconoce a sí mismo, como quien se mira en un espejo antiguo y sonríe al verse entero. 

La cueca no se baila: se interpreta. Tiene la cadencia de una conversación de enamorados, de esas que se sostienen entre silencios, giros y metáforas. Un pañuelo que flamea no es sólo un adorno: es una promesa, una declaración, un juego de seducción con raíces profundas. La guitarra no acompaña, llora. Y en ese llanto se cantan amores furtivos, penas escondidas, y esa alegría sencilla que solo el pueblo conoce.

Fue declarada danza nacional en 1979, pero ya mucho antes era crónica viva del país. Se bailó en tiempos de independencia, en celebraciones de cosechas, en regresos largamente esperados. Cada cueca improvisada, cada zapateo sobre tierra húmeda, cada trago compartido entre amigos, es una página más de esa historia que no se escribe con tinta, sino con alma.

El huaso, por su parte, tuvo que esperar hasta 2010 para que el Congreso declarara oficialmente el Día del Huaso y la Chilenidad. Ya desde 1968 se le rendía homenaje, pero la modernidad lo fue escondiendo en los márgenes. Hoy, vuelve a ocupar su sitio, como un roble firme en el mes de la patria, entre fondas, volantines y banderas al viento.

Pero más allá de leyes y decretos, esta conmemoración vive porque emociona. Porque en cada niño que aprende a zapatear, en cada casa donde suena una cueca al atardecer, en cada fonda donde el vino se levanta con picardía, renace una llama. No es sólo tradición: es un lazo. Un vínculo romántico y profundo con lo que somos, con quienes fuimos, con lo que aún podemos ser.

En estos tiempos en que el país se debate entre espejismos y olvidos, la cueca y el huaso son faros. No están allí como piezas de museo, sino como raíces vivas. Son el alma enamorada de Chile, recordándonos que no todo está perdido, mientras el pueblo cante y el amor por la tierra persista.

La cueca no morirá mientras haya una guitarra que la llore. Y el huaso no desaparecerá mientras haya una historia que lo recuerde. Porque en este canto y en este jinete, Chile no sólo celebra: se enamora de sí mismo.

¡Viva Chile!